Pienso si entre las ramas
de ese viejo eucalipto
quedaron enredadas las ondas
de tu voz,
el cacareo de las gallinas
bajo su sombra,
el rebuzno del asno
que te llevaba al pueblo
de día para volver antes de caer la noche.
Pienso en tu cuerpo menudo,
la piel morena curtida
por los pocos soles
de tu infancia.
Te recuerdo en aquella fotografía
medio rota, donde palidecieron
los colores blanco y negro.
Tu rostro serio de niño
sentado en el suelo con los pies
cruzados
y las rodillas abiertas,
de pie las mujeres de la casa,
las hijas y la madre enlutada.
En el fondo de aquella opacidad,
tu mirada de ojos negros profundos
donde resaltaban tus miedos.
Después de tantos otoños
sus ramas soportan
en su ancha copa
prolíficas generaciones
de chicharras.
Fueron en su clamor
tu descanso a la hora de la siesta.
El sombrero de paja sobre la cara
para espantar las moscas
que buscaban en el calor
sofocante
beber del fino riachuelo
de tu plácida baba.
Soñar y vivir luego
las obligadas tareas.
Huir de la riña paterna y
el castigo de la vara,
acurrucarte en la noche
entre mantas recias
con tu gato Cotoneso
sin que te viera tu madre.
Niño de madre añosa,
amamantado por otra mujer,
criado por la mayor de sus hermanas.
Pobre niño que jugaba
con terrones de tierra
y caballos de cartón
al trote entre las lindes.
La crueldad en las travesuras,
persiguiendo gatos,
atándoles a la cola
algún palo o piedra,
tirachinas contra los pájaros.
El terror al descubrir
un camaleón
entre las espigas verdes,
sobre las hojas de las mazorcas,
en las agujas de un pino,
camuflado en la densas retamas
y ásperas lanzas de un cañaveral.
En tu memoria guardabas
la angustia de aquel suceso,
la impotencia ante el drama
del niño ahogado en el pozo.
El reclamo de auxilio en su agonía
hasta llegar el silencio a su boca.
Corrieron todos lanzando gritos
entre los cultivos,
la llamada desesperada
y tardía, la temprana muerte
sobre un pequeño ataúd.
Hombres que se hicieron pronto viejos,
colonos del señorito.
Hoy colonizada fue la tierra
para el poder de las armas.
Fue aquel cuerpo acostumbrado
a resistir el desprecio que la vida
tiene hacia los vivos.
Resignados seres al duro caminar,
sumisos y entregados
al martirio de un precario subsistir.
Ni la pobreza ni el sufrimiento
impedían, de vez en cuando,
la alegría de alguna fiesta.
La noche clandestina
era alas para los sueños furtivos.
Pienso que aún sigue poderoso,
firme, presente, este árbol,
resistiendo al olvido.
Defiende con orgullo
el horizonte de un pasado
frente al enemigo presente
que surca el cielo con violencia,
ave de acero y rapiña,
que esparce su atroz bramido
sembrando de temblor el aire.
Luchan las centenarias raíces
contra el veneno oculto
bajo aquella tierra robada,
colinas falsas que son graneros
de bombas.
Como un eterno lienzo
este bodegón persiste
a tu muerte.
Quizá tu alma espantada
huya de este abandono,
sueñe con un vivir
que hoy yace,
y vagues ya libre entre su aroma.
Recorrerás pensativo,
haciéndote siempre preguntas
que tenían por respuesta el misterio.
Tal vez la muerte haya hecho caer
su velo y te volverás a sentar
a su sombra,
soñador perenne,
para forjar en mi este recuerdo.
Ese viejo eucalipto
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