Entre la maleza del cielo aparece una oronda luna blanca. Las nubes de algodón grisáceo la cubren en sinuoso y erótico baile de un anochecer aún muy claro. Sobre la cama observo unas ramas verdes de un ciruelo preñado aún de pocas ciruelas que juegan al escondite con su vestido todavía mimético. Tendida admirando ese cuadrilátero paisaje de fondo infinito. Las hojas quitan el polvo a una luna que parece inmóvil en su lejanía. Todo parece pausado, como sostenido en el tiempo y sin embargo, giramos a una velocidad alucinante, como una montaña rusa para una hormiga. No soportamos el giro de la rueda metálica del parque, revolviendo nuestros estómagos infantiles llenos de chucherías, de las mañanas de domingo, y mientras esta masa enorme de tierra que arrastra con ella ese pequeño balón, nos devuelve la paz y armonía de un espacio zen, en un viaje de atracción misteriosa de un mundo que mezcla a partes iguales fantasía y poesía.
Es efímera esa luna, este paisaje, esta paz. Retienes el tiempo unos segundos más. Una nube oscura la cubre primero con aire melancólico, después tenebroso, se levanta algo de aire, puede que la marea esté subiendo, la noche tragó la última escurridura de luz. La luna se hace más lejana y pequeña ahora parece un punto de luz artificial, como una farola colgada del cielo negro como una nada sombría y peligrosa, de una calle donde apenas titilan pequeños puntos de luz, como ventanas que proyectan la vida que hay dentro de mundos habitados y desconocidos dejándonos perdidos, asustados, con el miedo de un silencio lleno del ruido que existe en el abandono.