Los hombres soñamos como niños,
en un mundo sin normas
ni leyes.
Recorren los eternos minutos
de sus sueños
nuestros deseos y terrores.
La inconsciencia de sus actos,
es el lenguaje ancestral
de universal código,
un mundo mental
que no miente
aunque altera el orden
de nuestra lógica
y mezcla símbolos
con acciones confusas.
Usan aquello que necesitan
del irreflexivo imaginario
para arreglar sus asuntos.
Con el apaño de imágenes y signos
llevan su contabilidad.
A nuestros ojos,
nunca muestran su saldo,
dejan a la interpretación,
los números con errados criterios.
Los sueños hablan
su ignoto idioma,
crean fronteras en su territorio,
añaden o restan de cada experiencia
y recuerdo.
Desordenan el presente,
buscan en el ático del pasado
construyen con las incertidumbres
futuras
infiernos, paraísos,
dolor y gozo.
Nos llevan como a un pelele,
nos agitan sus tempestades
o nos mece sobre olas
su calmado arrullo.
Confluyen en los laberintos
de sus estancias
realidad y ficción.
En ocasiones premonitorios,
se nos revelan misterios,
resolvemos ecuaciones.
Ni causa ni consecuencia
más allá de las especulativas,
su función está en tan nublado cielo
que es cerrada noche.
Quizá aproveche nuestro reposo
para hacer limpieza
de trastos acumulados,
ni la propia casera lo sabe.
En su oscuridad hay destellos
de lejanas estrellas
giramos en sus órbitas
no hay tiempo ni espacio.
Sin garantizar una certeza,
el sueño es un trozo de nuestro ser
que contiene la infinitud
del inconmensurable arcano.
A nuestra insignificante
medida concede
la grandeza de los dioses.