Todo eso que haces

 Todo eso que haces,
cambiar el color de tu pelo,
quitarte las lentes,
pintarte los ojos,
beber buen vino,
montar en moto,
hacer estupendos viajes,
vivir la fiesta con avidez,
apretar el tiempo en tu puño,
comprar la sonrisa perfecta.
Todo eso que haces
por ocultar las señales de los años,
la suma de tus anhelos,
para negarte aceptar la decadencia,
el deterioro, la decrepitud que se asoma
por una de las esquinas del espejo
donde te miras.
Eso es tu miedo a morir
sin saber qué está al otro lado.

En realidad temes el devenir,
su letanía de segundos,
la bruma que se extiende sobre el paisaje.
El sol atraviesa los espacios,
pero su luz decae
y van creciendo pertinaz las sombras.
Es la existencia que sufre,
se somete y se entrega
a su propio sacrificio.

Quieres mostrarle a la muerte tus dientes,
la fortaleza de tus sueños
y acaricias sumiso el lomo de esa bestia
que acabará devorándote.
Pero, te equivocas, ella,
la innombrable,
la bella porcelana,
la honorable eternidad,
no persigue nada,
no te busca,
te contiene,
te lleva de su diestra o siniestra mano
hasta el día marcado en rojo
en su agenda.

Quizá no la temas porque te sobren
aún primaveras o veranos,
aguante el estío borrando otoños
y el invierno sospeche queda lejos.
Te sientes fuerte, soberbio, más joven.
Te mientes y no quieres escuchar
el tic tac del reloj.
Tal vez, creas que todos esos pasos,
esos hilos que aprietas en un nudo
te den hoy la seguridad,
la garantía para un mañana como el presente.
Sin embargo, la vida nunca avisa
del siguiente paso,
no sabrás cuál será tu última huella
y frenada en seco.

Caminamos, cerramos una puerta
y entramos a otra estancia
siempre más precaria que la anterior
hasta caer al vacío,
ese del que huyes cubriendo con parches
la tara, el deterioro inevitable
de la prenda que te viste.

La vida no piensa, sucede.

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