Padre, ¿quién eras,
qué parte de ti a mis ojos
se ocultaron?
Conocí solo la cáscara externa,
la que, a mi juicio de niña,
se fue descubriendo.
Padre, ¿qué había dentro de ti
que nunca alcanzó mi mirada?,
¿no serías aquel caballito de cartón
al que abriste su vientre,
para hallar el vacío del desengaño,
aquel vientre, hueco de entrañas,
sin las vísceras cálidas de la vida?
Padre, ¿qué niño fuiste?, ¿cuáles
fueron tus miedos,
tus vergonzosas acciones,
tus deseos callados?
Sin pecado, padre, un hombre
con sus defectos.
Yo conocí tu rostro amargo,
y el dulce y risueño,
el del hombre feliz
que canta en el aseo diario
con la espuma en la cara
y la cuchilla, que erraba siempre
dejándote marcada la piel
con trocitos de papel higiénico;
tú concentrada postura,
en aquel asiento de hierro,
durante las tareas de las tardes,
después del trabajo,
aquel que secaba tu garganta
–un fuego apagado
con agua helada y el aire,
veneno lento y pertinaz
que agujereó tus pulmones–.
Un café con leche en casa
tras la jornada cumplida
y aquel entretenido
desmenuzar de pan duro
para alimentar a los pájaros.
A tus pies, unos perros fieles
y en tu cabeza, padre,
¿qué había en tus pensamientos,
con qué distraído imaginar
andaba aquella frente ancha?
¿La locura inevitable,
de los sueños imposibles?
¿Qué suspiro, grito o palabra,
se apretaban en aquella boca
de labios finos,
que hacía tiempo
abandonaron el hábito
de sostener un cigarro?
Padre, ¿quién eras,
aparte de ser mi padre,
ese que germinó en mí
desde antes de nacer su esencia?
Aquel que aprendió
sus primeros pasos,
los traviesos juegos
que desembocaron en el torrente
de la procaz adolescencia,
el descubrir de la carne,
y en la carne y el alma sufrir,
el duro esfuerzo, el castigo paterno,
el dolor acumulado,
la espalda doblegada,
a la tierra, al mundo;
la frustración, la humillación,
los desprecios, también
la alegría, el gozo, las ilusiones.
Padre, ¿por qué los hijos
sólo pueden conocer
una pequeña parte
de quién fue su tierra,
donde esta semilla que soy
persiste en su herencia?
Quizá, mirándome vea
quién fuiste,
quizá ame al hombre,
al débil hombre,
que me mostró
un bello sendero,
un bosque, como todos,
con rincones oscuros.
Yo me quedo
con aquel amplio claro,
entre sombras de pinos,
sentada sobre la duna fría,
mis pies desnudos,
hollando la arena
y aquellos hombres y tú
atrapando pájaros entre redes.
La única niña,
el único profano espectador.
A falta de chico, yo te servía,
padre, para tus enseñanzas.
Era buena alumna,
al menos, fui un apaño.
En mi tierno corazón
aquello era hermoso,
a pesar de las trampas pérfidas,
mártires alúas cogidas por sus alas,
bocado tierno, carnaza viva
para los voraces pájaros.
Yo te reñía, no hagas eso,
y tú reías con mis temores ingenuos.
A través de esos recuerdos
te amo y a la vez,
amo mi ser,
lo que reconozco
de aquella siembra.
Ahora, en este destierro
en el que aún me hallo,
te doy gracias,
por ese tesoro sin brillos,
hermosa memoria
de ti.
Padre, nunca sabré
qué hombre te habitó,
qué niño quedó sepultado
por el polvo de la tierra.
Yo conocí al padre,
no al hijo, no al esposo,
no al enemigo.
Y del padre sólo vi una faz.
Siempre será menor mi recuerdo
que tu vida y tu ser.
En mí estás,
y a través de ti
me veo.
Padre
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario