Intento bailar con estas moscas

 

Intento bailar con estas moscas, pero ellas me ganan en coreografía y no hay forma de seguirlas. Son nueve o diez, me cuesta contarlas con esos movimientos tan rápidos. Me cuelo en el centro de la troupe y se apartan para otro lado. Nada quieren con este cuerpo denso y pesado desprovisto de alas. Así que mejor las observo en sus sinuosos y armoniosos giros.

Estas moscas de primavera son menos impertinentes que sus familiares del verano. Se instalan en tu casa y se hacen las dueñas del  territorio. Hasta llegar el invierno no se marchan y se refugian por grietas y rincones, sobre altos de armarios, para protegerse de la lluvia y el frío que teje escarcha en sus etéreas membranas. Esas son un tormento, nos desquician, nos quitan el reposo, se apoderan de nuestro hábitat y tocan nuestras cosas con sus manos sucias y sus lenguas largas. No sé qué les entra por el cuerpo que les hierve la sangre y se vuelven tan odiosas. Provocan en la persona pacífica un instinto criminal  que emprende contra su enjambre una contienda sangrienta.

Ah, pero míralas, estas van a lo suyo, entran por la ventana sin pedir permiso, entregadas a su danza mística, cada una en un punto vacuo sin rozarse una con la otra. Qué bella sincronía en su balanceo, dibujan una nube en el aire con un patrón exacto. No buscan posarse sobre nada ni tocar las narices a nadie. Bailan sin alboroto, no como aquellas  que, con su penetrante zumbido, te vuelven loca.

Hoy, aunque anda compungido el sol con estas orondas nubes que le quitan brillo, sienten su calor y salen a divertirse. Baile de salón al son de una música inaudible, sale y entra este júbilo de moscas hasta caer la tarde y llegar el ocaso. Entonces, entre sus sombras desaparecen. Alguna despistada se queda y echa la noche sobre el cristal  de la ventana cerrada, en el borde de una repisa, sobre la pared o un libro. Tal vez, una se muestre con ganas de fiesta y ronde la luz de una lámpara.

No hay que temer por nuestros sueños te dejarán dormir en paz.

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