La fotografía del padre


Cuando la muerte le dio varios avisos,
tuvo la conciencia de que pronto vendría a buscarle.
Repartió entre sus hijos aquella fotografía
con la que quería ser recordado,
con algunos años menos,
aún el invierno no había cubierto
la cima de canas.
Su pelo negro peinado con el tupé de moda
y los rasgos maduros,
con semblanza de actor famoso
todavía dispuesto a la escena.
Seguramente en esa imagen él se reconocía
más que en aquellas otras
donde la vida había dibujado en su rostro
el sufrido caminar
y sus senderos se cubrieran
con señales de deterioro y cansancio.
Ese marco, donde aparecía
en tonos blanco y negro,
como los restos de memoria
de un corto pasado con prometedor presente
contenía para él, por el contrario,
toda la eternidad de su legado.
Jugaba con él la muerte al cuento del lobo,
hasta que un día por fin vino
y se comió todo su rebaño.

Como en un altar que dirige
la devoción de un creyente,
luce en la casa de sus vástagos
la fotografía elegida.
Pero él por vanidad humana
prefirió que fuera esta el ancla
que no se llevase su barca al olvido.
Sin embargo, aquellas otras
que entre álbumes se esconden,
aquellas que la juventud
desprecia porque lo viejo es feo,
son las que guardan la verdadera belleza.
Porque la vida ha sembrado en la mirada
y por sus raíces lleva los sedimentos
que las lluvias del tiempo acumularon
en su savia gastada y amarillenta.
Luchando hasta el último instante
contra el viento que vencía su tronco
y poco a poco su lomo rozaba la tierra
que fue impulso y ahora sería su tumba.
Esos ojos tristes que llevan el peso
del dolor de los pasos,
la carga que la vida nos pone a la espalda,
tienen más de eterna grandeza
que la perfección de una lisa superficie,
pues estos surcos contienen en su profundo cauce
el esfuerzo y la entrega en la lucha
y la dura resistencia ante la muerte.

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