Suplico a un dios en el que no creo.
No espero clemencia,
perdí la fe de un milagro
en el calvario de esta cruz.
Es tanto el dolor que me hiere,
la gran desesperación que aprisiono
entre mis labios sellados,
por esta dolencia sin cura.
Los cauces secos de mis ojos,
se consumen como fanal sin aceite.
Se inundan de salitre mis arterias.
Braceo sin brazos, grito sin garganta,
sin heridas abiertas me desgarro
y me agito en la más férrea inmovilidad,
mientras esa punzada se hunde en mi carne
como clavo en la madera.
No tiene ojos ni oídos este lamento
más que los propios que en su fuego arden
por padecer en soledad este suplicio.
Que ni un pelo de mi cabeza se mueva,
ni nadie sepa qué mal me corroe,
cuando la compasión es mayor sufrimiento.
No puedo pedir ayuda porque no hay
remedio alguno y este martirio continuo
me mata con muerte lenta.
Lo que mis piernas no andan
corre mi cabeza, esa que paciente sufre
y se sostiene con la llama de la rabia.
Se permite a veces el ungüento de la tristeza
que no asesina del todo la voluntad.
Persevera en el arduo trabajo que le toca.
A veces se vence, es verdad que flaquea.
Nada más debo exigirle,
hace lo que puede y me salva,
en cada naufragio y tempestad.
Me lanza un madero en el agitado oleaje.
Suplico a un dios en el que no creo
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