No detectó los síntomas
a tiempo.
Tendría que haber sido
un experto especialista
para distinguir
lo normal de lo defectuoso.
No vio venir los tímidos avances
de un musgo que se adhería
a los resquicios de una muralla.
Ignoró cuándo su oído
prefirió el silencio
a la música
y en qué momento comenzó a renegar
de la compañía
por el placer de estar solo.
Es cierto que le advirtió
el cristal del espejo:
la llegada de una tenue niebla,
después, las gotas de una fina lluvia,
hasta que las nubes
hicieron oscuridad
y, entonces,
se desató la tormenta en su jardín.
Vio hacerse los surcos de escarcha
cada vez más profundos,
pisaba sobre un resbaladizo suelo.
Calaba por los espacios
la corrosiva humedad.
No intuyó la mueca triste
que, camuflada,
se disimuló tras el rostro sonriente,
porque cada principio
tenía su justificada excusa,
el matiz preciso de un convincente
argumento.
La causa era el viento, la helada,
la sequía, el inofensivo rugir de truenos
hasta ver la luz del relámpago
sobre sus hombros.
No recuerda cuando sustituyó la sorpresa
por el espanto,
la inquietud por la angustia.
No supo hacer un diagnóstico
temprano
y ahora sucumbe al deterioro
imparable de su enfermedad.
Agarrada a cada célula de su cuerpo
le amanece la consciencia
cada vez más confusa,
el descanso más agotador,
el insomnio más pertinaz.
Empezó a preferir la rutina
al acontecimiento novedoso
y los sentidos, antes despiertos,
cayeron en una dormida apatía.
Enmudeció de cansancio la boca,
dejó de apreciar los sabores,
el corazón ya no reaccionaba
a las caricias de la vida,
los pensamientos abandonaron
la lógica de un plano
y perdió el gusto por los deseos.
Vestida antes la voluntad
con etéreos tules,
tejidos floridos
y suaves terciopelos,
se hacía ajada prenda
de aspecto abandonado.
Aquella membrana firme
compacta y sin fisura
que le protegió siempre
dejaba al servicio
del enemigo sus órganos.
Fue trazando caminos
por aquel territorio fértil,
igual que la raíz del frágil
tallo
se adentra por la entrañas
de la tierra
haciendo apretada malla,
capaz de levantar
piedras y muros,
deshacer con sus tentáculos
la dura roca.
Aparecieron grietas profundas
en las paredes
dibujando el recorrido de la ruina.
Se abrieron gruesas ranuras
entre un puzle de tejas,
dejando paso sin remedio
a los terribles aguaceros.
Inundadas las estancias,
la fortaleza se derrumbó
como castillo de arena
alcanzado por la lengua de la orilla.
Así nos penetra la muerte,
sigilosa encabalga una ola con otra,
encarcela en su continuo movimiento
la energía de su vital impulso
para romperse en mansedumbre
sobre la playa.
Tan pronto se borda el horizonte
con hilos de plateada luz
que teje el ocaso la madeja de la noche.
No detectó los síntomas
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