Lloro la pérdida,
sufro el duelo,
murió el ave
que en mis ramas anidaba.
Giran locas las agujas
de la brújula que indicó
siempre hacia el norte
y no hay imán que la sostengan
en un punto concreto.
Caminé sin reloj
al ritmo que marcaban
mis pasos,
ajenos al latido de mi corazón
que se desentendía con el mapa
de mi cabeza.
Vieron mis ojos
las maravillas de un mundo
posible,
del que comen extraños
y pensaron,
¿por qué no llevar
mis pies
a su hermoso planeta
y sentirme habitante
del mismo territorio,
encontrar el lugar de reposo
donde echarse mi cuerpo?
El tiempo o el azar
destruyeron su paisaje,
la tierra que levantaría
mi sueño,
la casa de madera con buhardilla
desde donde divisar
las montañas nevadas
y el ancho valle frondoso.
En las noches,
tumbada sobre el suelo,
miraría a través
de la claraboya del tejado
la luna y las constelaciones,
los copos de nieve,
la estrella fugaz
que se perdió
en el firmamento
como esta ilusión,
leña pasto de las llamas.
Cayó la bóveda
de ese cielo
sobre armazón
tan frágil,
quedó sepultado
entre escombros
su cadáver
que hoy vela mi memoria.
Llevo flores a su tumba
y rezo una oración por su alma.
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