Juguetes

 Tenía entonces el juego sus reglas,
su propio lenguaje. 
Qué inútiles parecían
ante la mirada inocente
y en el mundo por dibujar
entraban sin entenderlo.
En esa edad dulce,
no había imposibles.
Inventábamos palabras, 
bastaba la vocal perfecta,
y salía de la boca el asombro,
la risa, el grito, el llanto.

Siempre conservamos alguna reliquia,
por cariño y apego de un nostálgico ayer.
Mostraban sus defectos
y su desaliñada indumentaria.
Después, tal vez, por el uso desgastados
o cansados de tenerlos, les cogimos manía ,
quedaron al olvido en un sótano
y en alguna limpieza acababan 
en el contenedor de basura. 
Cuántos se fueron por viejos, por rotos,
fueron tantos los que resultaron
tan precarios, de un material tan deficiente
que una racha de aire los hacían añicos.
Ah, han perdido los significados,
como prendas de las que uno se despoja,
poco a poco quedándose totalmente desnudo.
Sí, iban perdiendo su verdadero significado,
desolados como un crío que,
entre la multitud no ve a su madre,
y la llama a gritos y nadie lo escucha ni atiende,
se mete en un rincón a llorar,
sorbiendo los mocos en su terrible abandono.
Y volviéndonos más prácticos
–o más desengañados,
para el caso es lo mismo–,
fuimos descartando para crear 
un espacio libre y diáfano,
más aséptico y moderno.

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