El caminante va por este río ceñido de vasta vegetación, férreo entresijo de ramas, troncos, hiedras que trepan sobre la hierba y escalan las altas copas de los árboles. Forman una muralla infranqueable y a trozos abre una pequeña puerta natural, un caminito facilita asomarse a la dócil corriente. Al otro lado del camino se extienden unos prados verdes. El caminante va en silencio y su paso es gozoso con el crujir de las hojas húmedas bajo sus pies. Cayó en la mañana una suave lluvia fugaz, dejó sobre un cielo azul un radiante sol. En su calmado mar navegan espumosas nubes blancas.
El caminante apenas se cruza con otro caminante. En la soledad palpita una multitud invisible. Aves sorprendidas salen volando de entre las ramas de los árboles, una garza enorme, solitaria cruza de un extremo al otro el cauce del río, se posa en una piedra. Su figura es altiva y elegante y, antes que el caminante quisiera plasmar su imagen para siempre, levanta sus amplias alas y, sobre la poca corriente, se aleja para verla regresar de nuevo.
El caminante descubre lugares hermosos, en el aire fluye un sinfín de aromas. Revolotean pequeñas mariposas, compiten en gracia y color con las hojas secas anaranjadas que como una dulce lluvia caen sobre la tierra. Tras una valla de alambres hay dos caballos percherones. Miran al caminante con inteligencia. Sobre la hierba brillan millares de gotitas de lluvia como perlas de plata. No muy lejos se esparcen pequeños bosques de coníferas.
El mundo está en paz, da un abrazo fraternal. La vida emerge de la tierra protegida y amada por un grandioso firmamento. Y el caminante, consciente de tanta belleza, suspira y se entristece, pues siente su corazón frío sin entender por qué este fuego no le abriga.
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