Quedó olvidada en la mochila,
oculta en un doble fondo ,
la tristeza.
Y en cada viaje,
sin sospecharlo,
entre los bártulos y prendas renovadas,
llevaba su carga añadida.
Notaba los hombros más pesados,
revisaba el escaso equipaje,
sin entender por qué sentía
aquel peso.
Sacaba todo,
miraba qué podría eliminar
y para el siguiente viaje llevaba
lo estrictamente necesario.
Pero, aun así,
¡Dios, cuánto le dolía la espalda!
Serán los años, pensaba
por dar alguna explicación.
Mira que escogía la vestimenta más ligera,
la de tejido más fino,
y ni por esas, algo se hacía plomo
allí dentro.
Al final, fue mejor quedar en casa,
caminar un rato por los alrededores,
reducir a lo cotidiano
sus escapadas, castigar el deseo
por conocer lugares distintos.
En las tediosas tardes,
revolvía en la memoria
para seguir sacándole jugo
a los recuerdos
y lamentaba los sueños malogrados
por aquel motivo.
Un día su perro rabioso
destrozó la mochila
y sobre la alfombra
visible y despedazada también
quedó la tristeza.
Al fin comprendió todo,
y sentado en el sofá cabizbajo,
comenzó a llorar secándose las lágrimas
con los pedazos rotos de su desgracia.
Quedó olvidada en la mochila
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