Qué loca deformidad nos atrapa
con el paso de los años.
Y llegamos a la vejez
que, no conforme en convertir
la tierra regada y fresca
en árido territorio
de apretados terrones secos,
se afana en dibujar un esperpento.
¿Por qué ocurre el suceso extraño
que se hace más gruesa la nariz,
más grandes las orejas,
mientras se encogen los ojos
y los labios finos aprietan
un limón que deja su sabor agrio?
Si la piel se vuelve vestido
cubierto de manchas,
la memoria es lienzo cada vez
más blanco y fino
por tantos lavados.
Queda el tejido al tacto,
por unas manos azuladas,
venas rotas como cristales,
nieve derretida por el sol de los días.
Qué artesano creó tan descabellado
artilugio, qué arquitecto levantó
esta casa frágil
ante el vendaval y las lluvias.
Desvencijados quedan los marcos,
cuelgan de las bisagras las ventanas,
entra el invierno por sus galerías,
brotan bultos por las paredes.
La losa del suelo,
por muy limpia que esté,
se cubre de un tono cetrino y opaco.
Enferman los pilares, se agujerean
y fácilmente se quiebran.
Todo el edificio se hace añicos,
acumula escombro por los rincones.
Su aspecto lustroso recién pintado
se vuelve triste abandono,
reflejo de un rostro que aprendió a mirarse
en las aguas de una irrealidad
y ahora se deshace entre sombras
por donde penetran intrusos rayos,
juegan con las chispas de las neuronas
a crear sueños fatuos.
Por qué a mejor conocimiento,
mayor torpeza.
Por qué cuánta menos voz,
más errores hay en nuestro texto.
Admiramos estos muros
de piedra de siglos
mientras esta endeble fortaleza,
llegada su ruina,
será olvido en la miradas de otros ojos.
Qué loca deformidad nos atrapa
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