¡Mira esa niña! Apenas tendrá
tres o cuatro meses.
Está desnuda sobre una sábana de flores
que cubre una mesa de patio
adornado con macetas.
Sonríe a unos ojos que la miran
y ella también los mira.
Ojos inmensos como un océano de noche,
mofletes carnosos donde se esconde
el pedacito de carne de una nariz,
la boquita amplia,
las manitas sobre su vientre prominente
los brazos y piernas rollizos.
Es un bebé feliz, bien alimentado,
aún no se cebaron alimañas por sus piernas,
ni alcanzaron los territorios prohibidos
hasta aquella noche entre abril y mayo.
Casi cumplido el año y su rostro
se entristeció, en sus ojos el brillo febril,
sus mejillas ardientes rojas.
A la mañana siguiente la tragedia,
el derribo de una fortaleza frágil.
Y de ahí hacia adelante
por un camino complicado,
cubierto de piedras y grietas,
con un sol implacable,
sin alivio de sombra protectora.
Rozando los cardos aprendió a amarlos,
agarrada a su tallo espinoso
como caracoles.
* * *
La vida pasa y a veces,
parece transcurrir muy lenta,
hasta despertar por una alarma insistente
y entonces, todo va deprisa.
Tan deprisa que se cansa la voluntad,
ceden las fuerzas y ansía el reposo.
El cuerpo transformado en otro cuerpo,
amado y odiado, despreciado y compadecido.
Los ojos miran otros ojos
que no son aquellos,
la sonrisa es a regañadientes,
aunque fluye con alegría en horas punta,
como las campanas de la iglesia.
Es la vida, que pasa por un tiempo infinito.
Se oyen correr por callejones
unos pasos ligeros,
mientras despacio van estas agujas
de un reloj de frenéticas horas.
Un miedo disfrazado de angustia
atenaza los nervios,
lo deposita por rincones ocultos,
encarcela la confianza
y la hace presa sin barrotes.
Desde alguna colina descubre el paisaje recorrido,
a tramos se muestra y lo esconde la maleza.
Como una serpiente muda de piel,
se mimetiza con las entrañas de la tierra,
enredada entre sus tripas,
va haciendo nudos, apretado horizonte
imposible de desatar,
de discernir sus colores,
entre cielo y territorio telúrico.
La vida tiene cada día nuevas noches
con sus albas,
lluvias que alivian la sed,
aunque no llegan a limpiar un dolor
que se incrusta en las arterias.
Vientos se llevan penas aullando
por los resquicios.
Ilumina de vez en cuando un sol
el rostro que recuerda aquella inocente sonrisa.
Pronto viene una nube y la oscurece.
Frente al espejo se pregunta
qué restos quedan de aquel naufragio,
si las olas arrastraron, cuánto hubo.
Qué hay todavía entre lunares
de luna y agua sino sutiles destellos.
Una capa de sal cubre unos despedazados trozos,
no reconocen ya su forma
tal vez, descubra en la quebrada arcilla
una rendija de brillante celadón,
recuerdo de su verdadero color y esencia.
¡Mira esa niña!
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