Leo las emociones de una vida imaginada o tal vez vivida. El escritor ha sabido transmitir esas sensaciones cotidianas con maestría. Me conmueven, son verdaderas, conectan con el corazón porque transmiten autenticidad. Y ahora el escritor está muerto, ese ser que vivió para saber comunicar la vida de modo tan hermoso ya no está aquí para seguir contándonos su percepción de las cosas, de las vivencias, de lo cotidiano y no por eso menos importante.
Me entristece ver cómo la vida es y termina, y otros vendrán haciendo lo mismo. Siempre existirán ese tipo de personas, capaces de tener una mirada sensible e inteligente para recoger esos aspectos que nos rodean cada día, rutinarios, sencillos, simples en su estructura, sin complicación más allá de la complicación propia de la vida.
Lloro por lo que me habla en sus escritos y lloro por él porque ya se fue, porque sus ojos secos mirarán, quién sabe otros mundos. Recuerdo otro escritor también ya muerto, se quedó la fuente de su creatividad convertida en piedra.
Sentimos, vivimos, seguimos hasta que un día se para nuestro tren y debemos bajar. El camino lo seguirán otros, este tren que se dirige a todas las estaciones y nunca llega a ningún lugar. La compañía de la red ferroviaria solo marca los puntos importantes, miles de pasajeros todos los días llegan a sus anónimos destinos, miles de pasajeros aterrizan en hermosas y grandes estaciones muy importantes marcadas en rojo en el mapa de redes ferroviarias, pero quedan igual que aquellos perdidos, aún mareados por el traqueteo rítmico y repetitivo del tren al que estaban acostumbrados y andan con cierto desequilibrio al pisar tierra firme en una ciudad aún desconocida.
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