Qué sola está la playa
en esta noche de verano.
Qué oscura inmensidad este mar
donde se divisan en el lejano horizonte
los puntos de luz señalando la posición
de los barcos.
Y, arriba, un cielo igual de negro,
salpicado por el brillo de algunas estrellas,
las más capaces para competir
contra el resplandor artificial
de los edificios de costa
donde la vida bulliciosa vive su desenfreno.
Al romper la ola dibuja
un borde de espuma plateada,
y arrastra hacia la orilla su cola
de volantes de encaje blanco.
Mis pies descalzos se abrazan
con las dóciles olas.
Callado a nuestro oído está su ronco rumor
en los profundos abismos
y deja en este cargado silencio
un dulce canto, tierno susurro de oleaje
y rodar de guijarros y conchas.
En este caudal se encuentra
una muchedumbre de gotas parlanchinas,
juguetonas e inquietas,
que besan la arena empapándola.
Pierde su dorada y porosa textura
por un apretado y oscuro manto,
donde la huellas desaparecen tan rápido
como los instantes que son borrados por otros.
Qué sola está la playa
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