El palomo está solo,
ha muerto su paloma.
Apareció su cuerpo en el patio,
frío y duro como el témpano.
La mató la gata o la trajo
ya moribunda,
tal vez, enferma, cayó del tejado
y las garras felinas
acabaron con la poca vida
que le quedaba.
El palomo y la paloma
estaban siempre juntos,
entre tiernos arrumacos de enamorados,
se espulgaban.
Tomaban el sol en las mañanas frías
y buscaban las sombras
los días de intenso calor.
Se amparaban de la lluvia
en el hueco de las altas chimeneas,
allí hicieron su refugio
y el nido para su descendencia.
En los atardeceres,
los cálidos rayos del ocaso
hacían brillar sus alas malvas.
Qué solo está el palomo
sin su paloma.
Qué triste en este día gris
entregado a su soledad,
con el pico entre las plumas
se seca las gotas de agua,
añorando el ajeno cuidado.
Paseaban sobre las tejas
una detrás del otro
con su grácil caminar.
Hacían el amor
tras un preludio de juegos.
Hoy la sigue llamando
con el arrullo desesperado,
otea el horizonte
y la llama,
y la llama,
sin obtener respuesta.
No abandona la morada conyugal,
el palomo sueña aún con su regreso.
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