Le gustaba girar la peonza,
bailarina con tutú de madera,
rotaba armónica sobre un pie
y frenaba en seco.
Mientras daba vueltas,
imbuido por la belleza
de su danza,
sus ojos perdidos en algún sueño
brillaban como los de un niño.
Con movimiento preciso
de pulgar e índice
la ponía a bailar,
artífice de la creación
del cosmos.
Finalizada la obra,
como la muerte del cisne,
caía con la cabeza postrada
sobre el suelo.
Quedan aún sus huellas
en la peonza
resistiéndose al olvido.
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