Poner un punto de mira
sobre discretas imágenes,
el oasis de una soledad.
La gente toma café
frente a amplias cristaleras
en cuyo marco se dibuja
un plácido paisaje invernal.
Se siente la calma,
el arrullo de las olas,
el encaje de espuma,
vaporoso bucle,
como volantes de un vestido.
Las gaviotas pasean
rebuscan en las algas,
pensativas algunas, interrogan
al océano.
En sus vuelos a ras,
sujetadas por el aire
se confunde la blancura
de sus cuerpos
con la cresta del oleaje,
ejército bravo que se rinde manso
al llegar a la orilla.
Brillan desde lejos
las nacaradas conchas
y picotean pequeñas aves
restos de comida abandonada.
Un gnomo sale de las dunas
y recorre veloz por la orilla.
En el denso murmullo
de la cafetería,
las voces se mezclan caóticas
con el olor a café y humo,
hay calor de alientos.
Abrir los ojos y cerrar los oídos,
dejarse mecer por un azul
que se une al cielo.
Sentir el rodar de los guijarros
arrastrados del fondo,
entregados a la playa
y devueltos al mar.
La barandilla de las escaleras
sostiene brazos apoyados,
miradas que sueñan o temen
aquel horizonte.
Hay corazones grabados
con el duro metal de una llave,
enamorados que buscan la eternidad
de su amor
frente al misterio de su abismo
y olvidar su precario tiempo.
Gigantescos barcos en la lejanía
parecen de juguete,
llevados por manos infantiles
en una charca.
De vuelta al café,
la mente se sienta entre el bullicio,
se acomoda al griterío
de este agitado puerto.
Regresa el navegante de otros mundos
para entrar en este despertar velado.
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