Si tú me enseñaste a esto
¿de qué te extrañas ahora?
––le dijo el agua al pozo.
Luces un blanco brocal
y descansa en tu asiento
un cubo viejo de zinc,
amigo que nos junta
de vez en cuando.
Tú te recreas en la vida
yo me ahogo en tu fondo.
Aquí hundida me tienes
mientras tú al cielo te asomas.
Espero las lluvias de abril
después de este frío invierno.
¿Cómo te va por ahí arriba?
¿Cuéntame, hay viento, sol,
es de día o noche cerrada?
¿Hay dulces y blancas nubes
sobre un cielo añil
o amenaza tormenta el horizonte?
¿Están sobre el ébano las esquirlas
de las estrellas de plata?
¿Has visto coquetear a la luna,
enseñar poco a poco
su curvo perfil
tras el biombo de las tinieblas
hasta completa mostrarse
en su redonda desnudez?
Desde aquí nada veo,
todo es oscuridad.
Alguna vez su blancura
me inundó,
¡fue tan fugaz su brillo!
Hasta mi eco me cansa
y callo y lloro en silencio.
Ve, y diles a los pájaros
que entonen sus trinos
en tu encalada valla
o vengan a arrullarse las palomas
sobre tu diadema de hierro,
y paseando sus sombras graciosas
reflejadas en mi piel
me despierten de este morir.
Ansiosa deseo oír el riel de tu polea,
sentir en la espera agónica
el roce de tu grueso cordel
que me dejará trémula.
Qué gran soledad
hay en tus entrañas
mientras te lavas la carita
con mis llantos.
Ay, mi carcelero,
echa el cubo
y hablemos un ratito siquiera,
que si me he vuelto
amarga o salada,
no será mi culpa,
ni de mis lágrimas
sino por la falta de tu cuidado.
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