Estos tabiques tan endebles,
que separan vidas,
dejan entrar sombras de nubes
nutridas de gotas,
como tul de almidonada rutina
con encajes de transparencias.
Un arrastre de piernas
por los mismos espacios,
maullidos de gatos histéricos,
hábitos desgastados por dedos y palabras.
Son trozos sueltos de un completo traje,
de cuerpos desvestidos de pies a cabeza.
Visillos que insinúan apenas unas curvas,
algunos ángulos,
líneas torcidas y finas vírgulas
que resaltan un hombro caído,
una mirada recelosa,
la letra que la boca guarda,
el perfil desdibujado de un rostro,
cuartillas escritas llevadas por el viento.
Por debajo de la puerta asoman
unos zapatos sin brillo
y en la ventana ondea
la solapa de un cuello,
el puño despeluchado,
una camisa mal abrochada,
y de refilón el ala rota
de un sombrero viejo.
Voces dejando al descubierto
unos íntimos desacordes,
el grito o las palabras alzadas
en el abismo de un sueño.
Murmullos y gruesos sonidos sordos,
algún gemido esporádico,
eco cediendo en el denso aire
de una habitación con el cerrojo echado.
Soledades compartidas,
enredaderas que suben
por los peldaños y fachadas,
fiel cotidianidad que tira con fuerza
de sus esqueletos.
Las varillas de los días mueven sus hilos
y, al llegar la noche, el silencio,
roto por un crujido,
un sofoco,
el agua lanzada de una cisterna
y unos pasos cansados que caminan
hacia el colchón del olvido.
Al fin, la vida cede al total abandono.
Tras los tabiques quedan piezas perdidas
de un mandamiento secreto.
Estos tabiques tan endebles
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