La vida, efímera siempre, persigue incesante poder capturar aquellos instantes que nos hicieron felices y también mejores, esos, tan sólo uno de ellos, por los que mereció la pena vivir. El reloj avanza y el agua se nos escapa de las manos sin conseguir quitar nuestra sed de eternidad. Una infinitud insaciable que nos engulle con nuestras inútiles existencias persiguiendo ese algo que desconocemos, que se instauró en nuestros cerebros como una necesidad vital, la energía que nos conduce a seguir buscando en un océano donde nada hay. Lo bueno o lo malo del árbol de tu vida cuyas hojas se desprendieron de sus ramas y volaron dibujando círculos en el aire, danzando el baile existencial con las otras caídas, hasta que, arrinconadas, sucias, envueltas de polvo y basura acumuladas, sucumbieron. Terminaron su vuelo grácil, abandonadas. Perdido el verde frescor, gozaron del último impulso, como regalo de despedida de un decepcionante viaje.
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