No escucho mi latido
y lo llevo dentro.
Si acaso puedo palpar
su pulso
en el cuello,
en la muñeca,
en el pecho si pongo mi mano.
No veo la velocidad
de mi sangre,
ni los atascos y accidentes
que ocurren en sus autovías.
¿Qué olor contienen
mis vísceras,
el sabor de mis huesos
y su tuétano,
los colores de sus células
en frenesí sin descanso?
Veo ante el espejo un ser
que palpita, piensa y hace,
unos ojos que miran,
unos labios
que se abren y vierten
sonidos rítmicos y acompasados
formando en el aire
unas ondas
que unos oídos recogen.
Ese conjunto se llama
con un nombre,
lleva en su mochila un tiempo
y muchas vidas y muchas
muertes.
Cree tener una esencia
con particular y único aroma
––al igual que todos sus congéneres––,
y algunas características
con ellos semejantes.
Una voluntad y unos pasos
esclavizados
y tal vez,
ese fragmento de decisión
no sea ni siquiera libre
sino parte de un camino ya arado.
Quizá sea una nube de ilusión
donde una cabeza racional se sumerge
y cree que a veces sueña,
otras sueña cuando duerme
y otras vive una verdad
como si mentira no fuera también.
En lo visible lleva lo invisible,
en lo caduco conserva
la eternidad.
Es producto de un amor confuso,
creado a imagen y semejanza
de otros seres,
agua y tierra efímeras.
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