Antes era lenguaje vivo,
narrativa de la experiencia,
derivadas palabras
con una caligrafía mediocre,
cometiendo, como es natural,
muchas faltas de ortografía.
Me defendía entre pronombres
personales y a la vez
entre indefinidos artículos.
Fui fiel a un orden.
Entre las desiderativas expresiones
comenzaron a fluir más
las dubitativas
y aunque usaba la negación,
el sí era mi adverbio preferido.
Crecía con grandes interrogantes
y admiraba la belleza de la vida.
Presente a presente construí
mi identidad madura,
respetando los determinantes posesivos,
diferenciando lo mío de lo tuyo.
Procuré que el sustantivo común
llevara la imaginación de lo abstracto.
Seguí por costumbre las normas,
imitaba los modos y tiempos
hasta que hice punto y seguido.
A partir de ahí,
elegía mis oraciones
con cierta rebeldía,
alguna tilde dejé de poner
para marcar mi tono propio.
Prefería la voz activa,
aunque en más de una ocasión,
en lugar de sujeto,
tuve que conformarme
con ser objeto pasivo.
Sin llegar a complicadas
subordinadas,
utilizaba los elementos
comunicativos,
con vocabulario y código
adecuado.
A veces, con caprichosa sintaxis,
procuraba que mi discurso
acabara como en el cuento:
con final feliz.
Hoy soy lengua muerta,
verbo con pocos complementos,
los circunstanciales me abandonan,
el indirecto lo omito,
de vez en cuando
me obliga un preposicional
y redundo con el directo.
Me dejo llevar por lo mínimo,
si acaso una frase,
la expresión de un cansancio,
onomatopeya del silencio.
Antes era lenguaje vivo
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