No por cerrar la puerta
impedimos entrar a los miedos,
vienen pegados
a la suela de nuestros zapatos,
adheridos al pelo y a la piel.
Nos guardamos de la mordedura
del perro rabioso,
salvados del peligro que ronda
las calles y el mundo que habita.
No vienen a nuestras espaldas
los pasos del enemigo
ni nos persiguen las sombras.
Echamos el pestillo y dos vueltas de llave,
miramos debajo de la cama
y encendemos las luces.
Aseguramos con rejas y cementos
las ventanas y resquicios
por donde pudieran colarse.
Respiramos tranquilos,
anda la casa en orden
y todo está en su lugar.
De pronto, suena el teléfono,
inofensivo artefacto,
capaz de matarnos de un susto.
Pero, ay, de aquellos miedos
etéreos, invisibles, mezclados
con la transparencia.
De apariencia inocente,
esos que, sin gritar,
con un simple suspiro,
te paralizan y te dejan sin aliento,
sin boca te clavan los dientes.
Sus armas parecen inofensivas,
frágiles palitos de una rama
con tan afiladas puntas
que hieren y penetran
hasta lo más profundo.
Dañan con precisión exacta
allí donde más duele,
en tu talón de Aquiles.
No hay ley que lo detenga
ni encierro seguro,
para estar protegido de sus maldades
tendremos que rezar mucho,
mostrarnos con ellos desafiantes
y engañarnos con creernos
criaturas inmortales.
No por cerrar la puerta
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