Los días caen como plomo
desde las alturas.
Fueron plumillas mecidas por el aire,
que subían y bajaban armoniosas
hasta el suelo
y entre los dedos, pegadas,
de un soplo volvían a volar.
Así eran de pausados y ligeros en la infancia.
Los calendarios avanzaban con pasitos cortos
cuando eran sustituidos en la alcayata.
Por no saber de horas ni de años,
el vivir era un todo presente.
El día se estiraba como el aburrimiento
de las tardes silenciosas,
la prisa del reloj era para la merienda
y el juego en la calle.
El tiempo, ese enemigo que acecha,
el compañero vil,
la sombra pétrea de la calavera es nuestro miedo,
el que aprendimos con las palabras.
Surgió del tierno corazón inventándose la vida,
de la ingenuidad del sueño.
Sutil, lento y pertinaz,
se coló por las alegres primaveras,
rompió el cristal transparente
de sus miradas,
para ver el reflejo dibujado
de aquel otro universo árido,
donde la sonrisa es más triste
que la lágrima fugaz de sus bocas.
Los días caen como plomo
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