Añoro aquellos recuerdos
del todavía niño que buscaba
el descanso a la vigilancia paterna.
Abandonabas el hacho en la linde
y, bajo la sombra de un árbol,
cargado de crujir de alas de chicharras,
de piar incansable de crías de gorriones
reclamando el alimento en sus nidos,
en la frescura de aquella isla,
oasis de un desierto ardiente,
te tendías con el sombrero de paja
sobre el rostro aniñado
para echar una larga siesta.
Ni hormigas con sus cosquillas impertinentes,
ni moscas con su pesado zumbido
molestaban tu profundo sueño,
ya se posaran en tu boca
o subieran por tus delgados brazos,
tú te rendías entregado a Morfeo
como un bebé en el regazo materno.
Solo con la voz del padre llamándote
te despertabas y veloz volvías a la faena,
aunque en alguna ocasión,
vencido por el cansancio ,
fuiste sorprendido y castigado por tu crimen.
Añoro aquella sensación que decías
del tacto con la tierra seca
en tus pies descalzos.
Añoro el paladar de aquellos
tomates arrancados de sus matas
y a bocados ansiosos
dejaban su pulpa rojiza
por la comisura de tus labios.
Añoro el dulzor de las brevas
al alcance de tu mano y tu hambre.
Hasta añoro el recuerdo
de tu visceral miedo a los camaleones.
Ningún bicho te infundía tanto terror
como ellos, siempre camuflados,
que aparecían de improviso
en los finos tallos de las plantas,
en las cañas y ramas de los árboles frutales.
Salías huyendo despavorido,
temblando, con el asco y horror
clavados en todo el cuerpo.
Era tan grande y ancestral tu pánico,
que hasta en sueños te martirizaban.
Añoro aquellas historias
contadas los días de fuertes lluvia y viento,
cuando se iba la luz y
la claridad tenue de la velas
dibujaban sombras tétricas,
dejando el corazón en vilo
y los ojos abiertos de par en par.
Cuántos relatos y biografías rememorabas,
con paseos por el campo,
entre pinares o sentados uno frente a otro,
con partes de verdad o inventos de la memoria,
hechas leyendas a retazos,
con olvido que añade o descose.
El día que el amigo se ahogó en el pozo
ante la mirada de los demás niños.
No valieron sus gritos para salvarle la vida
y salió su pequeño cuerpo flojo
como muñeco de trapo.
Qué horrible recuerdo,
qué dolor de aquellos padres,
la atroz muerte mostraba su rostro
a ojos aún puros para entender su calavera.
El tiempo, al final, todo lo alisa,
igual que la tierra removida
se aplana con la azada.
Añoro todo malo o bueno,
porque antes de ser yo
y mis recuerdos entré en los tuyos
y los hice tan míos
que en ellos me reconozco.
Añoro la ingenuidad de ver misterio
donde la ciencia tenía explicación.
Añoro el descubrir dramático
que la curiosidad
a veces destruye y nos desengaña.
Nada tenía adentro aquel caballito
de cartón,
te quedaste con el cruel desengaño,
despedazado entre tus piernas.
Añoro tu imagen de niño,
de piel ennegrecida por el sol,
de tu pantalón amarrado con cuerda
y tu camisa blanca remangada hasta el codo.
Con ese aíre de niño viejo,
esa pose imitando a los mayores.
Añoro tu despertar, tus atrevimientos,
tus recelos y mentiras,
tu inseguridad marcada por la autoridad
de un padre,
la hermana mayor más madre
que la propia madre que te parió,
más calor en los pechos
de la comadre vecina.
Cuántos secretos ocultaste
entre el trigo seco, llantos y gozos.
Añoro todo esto y mucho más,
que vienen a visitar mis recuerdos
como aromas que atrapan
por sorpresa y se marchan tal como vinieron,
llevados por el aire.
¿Sabes por qué los añoro?
Porque así están frescos
y recién cortados hoy.
Como los frutos mordidos en aquel presente,
deseo trascenderlos más allá de los míos
y de las brumas que te ocultan
aunque seas una etérea partícula
que los ojos ignoren.
Eres semilla que, ajena a las miradas,
surcas aún este cielo.
Te recuerdo, padre
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