Sin reloj

Nunca llevo reloj,
mas siempre me preguntan la hora.

Miles de transeúntes avanzan
hacia ningún lugar
como autómatas ansiosos,
preocupados, mecánicos.
¿Por qué me preguntan a mí,
precisamente a quien ignora
su ritmo trepidante?

Detesto su reclamo,
el continuo control de sus hábitos
en el océano donde buscan sin cesar
el tictac de su particular clepsidra.
Y sin embargo, vienen a mí
una y otra vez preguntándome,
a la espera que les dé
la necesaria respuesta.
Yo miro entonces al cielo,
analizo la inclinación del sol,
observo la posición de la sombra,
y les indico más con buena voluntad
que acierto.

Y todo este desgaste
va minando mis fuerzas,
igual que ceden las ramas
bajo el peso de los frutos
que otras aves se comen.

Anhelo el tiempo que estira
las horas y los minutos,
de sus esferas herméticas,
cóncavas y transparentes.
Acaban encerrándome
entre sus barrotes
de dudas y hastíos,
de fracasos y frustraciones.

Esperan impacientes mi guía,
la exactitud de un horario.
Sin importarles,
manchan con las pisadas
de sus segundos,
el mármol blanco de mi tiempo.
 

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