Cuando descubres que no son
tus piernas ni tus brazos
los que caminan
ni se sujetan al mundo.
Cuando no sin sorpresa
sientes que a pesar
de seguir en el intento,
alimentas la carne y el espíritu
para continuar la inercia
del ritual de los días.
Cuando evitas sucumbir
a la tumba
con los ojos aún abiertos,
y tienes que aceptar
la indolencia de la vida,
esa falta de respeto
que intercepta nuestra
alegría rudimentaria,
que no es la solemne felicidad
que tanto sugieren
pensadores dogmáticos.
Cuando los días se deslizan
sobre meses efímeros,
los años pasan invisibles
sobre nuestros cuerpos
que despiertan al amanecer
y se encuentran bajo el pijama
la brumosa imagen de su calavera.
Cuando miras en el horizonte
la silueta naif de nubes esponjosas,
de una luminosa mañana,
de un ocaso sublime,
de un cielo tierno
o iracundo,
todo, todo, todo
son mentiras que conspiran.
Tal vez, la verdad sea más simple,
cercana y maravillosa.
Pero,
¿qué hacer si estas piernas y manos
tomaron tierra y sembraron
la consciencia del dolor?
Cuando descubres que no son
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