Está la iglesia alimentada por un aljibe que brota agua a una gran fuente donde mujeres oscuras llenan sus cántaros, lavan las ropas, beben las bestias, se bañan y remojan al calor del verano. La fuente de piedra tiene cuatro caños, es centro de encuentros entre los vecinos. Sirvió de hermoso atrezo para plasmar la vida de un tiempo pasado.
La iglesia tiene sus cruces, una a lo alto, otra de hierro, sin cristo, sobre la fuente. Juega el observador de la fotografía a hacer con la imaginación cábalas, tal vez fuera antes templo musulmán que cristiano y la fuente sirviera para hacer sus abluciones. Marchó el árabe y su culto al agua, vino la noche y el fuego donde las llamas del alma sufrían por sus pecados. Era una época oscura, oculta la carne y sus deseos bajo un lascivo gozo por el dolor y martirio. El vergel de un oasis solo promesa tras la muerte, para la tierra el árido sufrir y tormento. Si acaso permitirles a estos desgraciados el regalo simple de su manantial fresco y transparente.
Hoy nada de aquello existe, el tiempo la cercenó de cuajo. Seco estará su aljibe bajo las losas del templo cristiano. Un par de grifos, eso sí, de antiguo cobre, vierten un chorro fuerte que ni las manos pueden atrapar, cae a sus cuadradas y pequeñas pilas de piedra. Ya nadie juega a mojarse, las bestias son sustituidas por perros que beben en el agua recogida en su cuenco. Ya no es escenario de vida cotidiana, ni retablo de fondo para que alguien quiera fijar el instante y dejarlo para la posteridad. Son dos reliquias mediocres, pobres e ignoradas insignias de su ayer esplendoroso, triste testigo de un digno recuerdo.
Está la iglesia alimentada por un aljibe
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