Aquellos restos de memoria
que el mar devuelve a la playa
traen en su marcada materia
la esencia de sus profundidades.
Recogieron entre las algas del olvido,
el musgo fresco de su sal
infiltrada en su sustancia,
aromas de otro mundo.
Silvestres piti rosas
crecían por descampados y caminos,
en el caos de un jardín abandonado,
al borde de pozos secos.
Por aquellas distantes calles,
con estrenado vestido de asfalto,
apenas circulaban vehículos.
Los patios se inundaban
con el griterío de los juegos,
de enormes pandillas de críos.
Bajaban tras la merienda
saturando el aire de vida
hasta bien entrada la noche.
Pan con chocolate,
aceitunas con picos,
aceite con azúcar,
y qué fue, de aquellos
perillos verdes pero dulces,
como la mejor golosina.
Decían los viejos
que los alimentos de ahora
no saben como antes,
alterados sus sentidos,
contaminados de nostalgia,
de hambruna de otros tiempos,
que convertían en manjar
un simple mendrugo
con un trozo de tocino.
Hoy, quizá, desde
el mismo error,
siento la ausencia
de aquellos goces irrecuperables.
No duelen por pasados
sino porque han sido destruidos.
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