Puertas

Recorro estas calles con ojos
recién abiertos a un nuevo día.
Va asombrada la mirada,
se recrea en las vetustas casas,
en los adornos de piedra
con el rostro cansado
de pasados siglos.
Exhiben algunas el realengo
de un tiempo remoto,
llevan tatuadas en su piel
el escudo de familia,
visten aún el lustre de su nobleza.
Otras, retando a la ruina,
en triste decadencia permanecen
cubiertas de abandono.
Entre las opulentas viviendas
porfían en firme orgullo
muchas de aspecto humilde,
de desconchadas paredes de cal,
que guardan en su decrepitud
una solemne belleza.

Descubro un tesoro
al recorrer los angostos callejones
sobre piedras limadas
por aguas de algún río,
son sus hermosas puertas de madera.
Madera noble y robusta,
con las arrugas de la vejez,
gruesas y torneadas aldabas
de ennegrecido hierro,
redondos clavos
como los de un crucifijo,
que, más que sostener
al herido cuerpo, lo embellecen.
Argollas fijas al muro,
reliquias de un pretérito acabado
donde se amarraban las bestias.
Mirillas cuadradas con reja,
siempre vigilantes
al desconocido que llama.

Firmes puertas que encierran frío y olvido,
puertas grandes y pequeñas,
puertas magistrales, propias de ser
admiradas como piezas de museo.
Puertas que gritan su pobreza
en su forma y endeblez,
en sus desvencijados marcos.
Puertas de doble hoja o estrecha
entrada y enormes cerrojos.
Puertas todas llenas de secretos,
embebidas de la profunda dignidad
que encierra la vida.

Cuánta verdad y mentira,
cuánto gozo y dolor
desterrados de estos ojos,
cuántas huellas
y sombras de nadies
están ocultas.
En el escalofrío
de sus estancias solitarias
se callan las voces,
cuchichean sus fantasmas
al resguardo,
detrás de sus puertas.
 

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