Son como flores de un campo urbano,
se despliegan cuando llega el buen tiempo.
La primavera sale a la calle,
recorre savia nueva
por estos peculiares troncos,
aviva el brillo de estas singulares hojas.
Colgado en el armario queda
el ropaje oscuro del invierno,
los talles se ciñen de pétalos
con vivos colores,
despiertan las semillas
del fondo de la tierra,
con premura beben el elixir
antes de ser todo desierto.
Celebra la vida un sol radiante
entre aromas de geranios.
Se expanden en el aire,
bajo un cielo de promesas,
evocadores olores
a pescado y pimiento frito,
a madreselva y jazmines,
a rebujitos y empachos.
Brota un manantial de muchedumbre,
y hay en el ambiente
un tufillo de tradición e incienso,
cera ennegrecida sobre el asfalto,
capirotes, cornetas y chirridos
en las rotondas
del caucho de las ruedas;
farolillos y alumbrado de ilusiones,
algodón dulce y frituras,
piñonates y reclamos de niños.
En masa irrumpe este huracán,
torbellino de alientos y prisas.
El gentío pide a gritos:
¡vida, más vida!
En este lecho de muerte
engañan los ecos alegres,
los falsos trinos.
Va la mirada llevada
por estas luces,
se agarran las raíces de los dedos
con ansias a una blanda arena.
Sacian la sed de su boca
con la palabra esperanza,
ramaje que de ramas nacen,
de un árbol que será caduco.
Olvidado de su destino,
se deja mecer por la brisa
de un sueño inmortal
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