se quedó agazapado
bajo el seco matorral.
Un viento hostil amenazaba
con helarle la sangre
y el corazón latía
con la ira de un ciclón
mordiéndole las entrañas.
Los afilados cuchillos
de sus lamentos
cortaban la apretada noche,
mar centelleante
de un cielo abismal,
faro y vigía
para su aterido espíritu.
Algo más grande
que su vacío y soledad
lo acogía en un cálido abrazo,
mecido el dolor
por un silencio vibrante,
cósmico, inmortal.
Nada soy,
sólo un perro malherido,
perdido en este árido desierto.
Mas tú, lecho de estrellas,
eco y palpitar
de un universo infinito,
eres luz en mi negra agonía,
consuelo en mi sufrimiento.
Será testigo de esta muerte
esta noche luminosa,
de un inocente y olvidado cuerpo.
Abandonará este mundo
y sus miserias.
Quebraron sus patas
que hicieron tantos caminos
hasta caer vencidas
en esta tierra.
Pesan los golpes
de esta vida,
el destino irrevocable
de un devenir
que al final se impone y gana
sin importarle el daño que infringe.
Pronto será sustancia etérea.
Ligero como un globo,
alzará el vuelo,
zafado hilo
de entre los dedos de una ilusión.
Subirá y quedará atrapado
entre esos rayos de luz plateada.
Por fin, descansará
su sagrada esencia
en una eternidad única.
Fue parte rota
para ser un todo.
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