Hay
en el bosque árboles recios,
de
tronco firme y densa copa,
árboles
vigorosos,
de
madera noble,
hermosas
columnas griegas.
Hay
en el bosque árboles
enfermos
con escuálidas ramas,
de
hojas mustias y secas
que,
rendidas, se suicidan
precipitándose
sobre la tierra.
Hay
árboles con deforme cuerpo,
desviados
de su eje,
flácidos,
sin resistencia.
El
más leve embate del aire
amenaza
tronchar su frágil tallo,
doblegarlo,
tenderlo al suelo,
vencido,
humillado, herido
de
muerte.
Los
hay pequeños,
de
pecho ancho
y
grueso tronco,
otros
alargados, infinitos,
elevados
hacia el cielo
en
un mar de esmeralda.
Árboles
perfectos
en
sus formas,
líneas
armoniosas,
medidas
que responden
al
canon de belleza.
Un
ejemplar de libro,
el
molde para los otros.
¡Ay,
qué sublime placer
nos
otorgan los floridos!
Esparcen
sus agradables aromas
y
tan maravilloso espectáculo
engrandece
paisaje y espíritu
pues
parece que estemos
en
el verdadero paraíso
y,
como tal, nos ofrecen
el
manjar delicioso de su fruto.
Pero,
de todos ellos,
hay
unos que atraen
nuestra
mirada,
dignos
de respeto y admiración,
son
aquellos que, sitiados
por
un ejército enemigo,
controlan
y dominan su comarca.
Quedan
apartados, desprotegidos
expuestos
a la intemperie,
exiliados.
A veces, prisioneros otros,
A veces, prisioneros otros,
sin
la luz del sol,
bajo
la tétrica sombra
de
sus carceleros.
Llevan
sobre sus cortezas
las
huellas del sufrimiento.
De
valeroso carácter,
ante
el desastre se crecen,
demuestran
su gran fortaleza
y
persisten en vivir
con
inquebrantable empeño.
Frente
a todos los peligros,
se
superan y se enfrentan
a
la adversidad,
entregados
hasta el último aliento.
Fueron
capaces de resistir los envites
de
la fortuna
y,
cuando volvían a levantar
con
orgullo la cabeza
ante
la vejación y desprecio,
la
suerte alteraba de nuevo su calma,
la
vil mano del hombre
venía
a hacer de su desgracia,
leña.
Cuántos
desgraciados
buscaron
los tibios rayos de sol
y
encontraron la fuente seca
por
culpa de la avidez
de
los más fuertes,
que
se saciaban olvidando
la
sed de sus semejantes.
Sucumbieron
algunas
de
sus ramas,
amputadas
por salvar
lo
fundamental del cuerpo,
inmoladas,
a veces, en el filo
de
la carretera.
Los
monstruos mecánicos,
cercenaban
algunos de sus brazos,
tullidos,
luchaban por defender
su
territorio al pie de combate
con
convencida entereza.
Muchos
pobres infelices
tuvieron
una infancia difícil,
huérfanos,
expuestos
a
los más grandes perjuicios.
En
lugar de ceder
a
la vil degeneración,
mostraron
mayor bondad.
Sacaron
fuerzas de donde
apenas
ya les quedaban.
Pudieron
alcanzar edad madura
y
gozar de una digna vejez.
Cuántos
merecen nuestra compasión,
cuántos
débiles necesitaron de muletas
o
la dirección correcta de una guía,
para
que no se perdieran por el sendero
de
los vicios.
Hay
árboles que parecen humanos,
bestias
o ángeles,
árboles
solitarios,
ermitaños
que viven libres
sobre
una colina,
entre
hierba salvaje.
Otros,
en cambio,
en
campos de cultivos
del
dorado trigo, surgen
igual
que un encantamiento,
una
revelación,
un
milagro que da sombra.
Dios
bendiga a aquellos
de
camposanto y monasterio,
los
místicos,
ascetas
y oradores
de
nuestras almas.
Hermosos
árboles que bordean
la
ribera de un río,
hojas
de blanco envés,
que,
con el viento,
dibujan
destellos en el horizonte.
Árboles
que nos protegen,
cierran
un territorio,
refugio
ante el enemigo.
Perdidos
en su maraña,
hallamos
en un claro
la
cabaña que nos acoge.
Fue
arboleda que ocultó
la
cueva que nos retuvo
en
la ignorancia
y
de la que salimos
en
busca de la verdad.
Hay
bosques de árboles milenarios
que
callan la memoria
de
un ancestral pasado,
y
otros que gritan
los
horrores de nuestra historia.
Árboles
con los que sentir
la
íntima comunión con la vida.
Al
abrazarlos,
nos
penetra su savia,
el
arraigo de un ignoto universo.
Amigos,
queremos oír
vuestro
respirar,
el
arrullo de vuestras ramas.
Bramad
vuestro particular oleaje.
Vuestros
aullidos de jauría,
almas
en pena,
gemidos
en la noche,
son
sólo reflejo de nuestros miedos,
pues
sois cobijo de hadas,
hábitat
de insectos y aves,
simios
de nuestra herencia,
serpientes
de nuestros pecados.
Cantos
de querubines
y
leyendas,
espíritus
protectores
y
maléficos.
Unidad
que concentra la materia
viva
e inerte.
Sois
parte y todo,
intermediarios
entre los seres
terrenales
y divinos,
papiro
de enamorados.
El
crepitar de vuestro fuego
es
música celestial,
embeleso
de nuestras quimeras,
luz
de conocimiento.
Son
vuestras raíces,
arterias
que recorren las entrañas
del
mundo terreno
y
vuestras ramas sueñan
con
alcanzar la eternidad.
Árboles,
vuestro manantial
está
en las nubes
y
a vuestros pies, plantados,
germinan
las semillas de la vida
en
constante transformación.
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