un quejido, un
aullido.
Vuelve del revés la
razón
cuando enseña los
dientes.
Somos, entre sus
garras,
la frágil materia
que algún dios
hizo,
quebrados huesos,
lacerada carne,
firme tronco que
cede
a su uncido yugo.
Clavados por sus
saetas,
nuestra fortaleza
sucumbe,
vejada, no se
reconoce
en el espejo.
Viene cuando quiere
o el azar le da
permiso.
Con sigilo, a
traición,
se hace paso entre
la clandestina
oscuridad
de nuestras
oquedades.
Va labrando la
herida
que, al llegar a la
médula,
nos descompone
en mil de pedazos.
Si su ataque tuvo un resquicio
de compasión,
dejará un flanco
por donde
escaparnos
y retornar al
remanso de felicidad.
Pasada su ira,
apreciamos entonces
mejor
los sabores,
más claros los
matices.
La luz de su
ausencia
ilumina la sala
con cálidos y
hermosos rayos.
Entregó de nuevo al cuerpo
Entregó de nuevo al cuerpo
su dominio perdido.
Poco tiempo
tenemos su descanso,
por necedad nuestra
o por su capricho.
Más que cualquier
riqueza
es la salud con los
años
el mejor deseo
y mayor don.
Viene en ocasiones
con violencia
extrema,
desgarra la piel sin
miramientos.
Si no cadáver,
entrega a la vida
un moribundo.
Dolor amigo fue
el que nos hizo más fuerte,
aquel que,
evitándonos el peligro,
nos advertía de su
fuego,
anuncio preceptor
para nuestro
cuidado,
medida fiel que
distingue
lo único verdadero.
El alivio del peso
de su martirio
da valor al gozo.
Dolor aquel
inhumano,
perverso sin motivo,
clava y desgarra,
se ensaña en su
empeño.
¡No hay alma que
con él
se purifique!
La valentía será
arma débil mas
necesaria.
La vida nos exige
esa prueba.
Ayes de nuestras
entrañas,
dadnos en vuestra
furia
la justa lucha.
No sois dioses sino
demonios
si no guardáis en
un rincón,
para la víctima, un
mínimo de caridad,
la dulce analgesia
de la inconsciente
devastación.
Con tan vil acto
no sólo pretendéis
herirnos
de muerte,
sino que supliquemos,
humillados, vuestra
clemencia.
¡Ay! Bendita sensatez
que nos avisa de los
errados caminos
pero, ¿quién nos
salva
del ladrón que nos
acecha
para robarnos lo más
preciado?
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