con los ojos
cerrados,
enfilaba la calle,
pasaba de un bloque
a otro
hasta que mis pies
reconocían su
objetivo.
Subía entonces las
escaleras
sin contar piso
ni peldaño
y, ajena a sus
cálculos,
mi mano llamaba a mi
puerta.
Hoy, con los ojos
bien abiertos,
dudo de mis pasos,
cuando llamo a casa
abre siempre gente
desconocida.
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