La casa del ayer es extensa y tiene

 La casa del ayer es extensa y tiene
pasillos laberínticos,
sus numerosas estancias
adquieren una atmósfera brumosa.
No hay cortinas en las ventanas
ni balcones sino ligeros visillos de tul
que dejan entrar una claridad traslúcida.
En los días de viento se agitan
como velos de novia,
mostrando su rostro pálido
y melancólico.
Entra el aire con ímpetu,
desordena las íntimas enaguas de la memoria,
levanta un oleaje de instantes
por aquel desolado lugar.
Brotan cascadas de pensamientos
y torbellinos de nostalgia.
Al colarse por los resquicios
aúlla una manada de lobos.
La fresca brisa de la primavera
siembra sus espacios con trinos de aves
y pétalos de flores.
A aquellos recovecos oscuros
regresa una luz perdida.
En su soledad rondan ecos
de risas y  llantos.
Hay días que el sol entra a hurtadillas
y rompe la penumbra
instalada por los rincones.
Ilumina hasta lo más profundo
y dibuja claros reflejos,
perfila esquinas y resalta detalles,
allí donde dejó el tiempo su paso.
De sorpresa el alma se conmueve
y se regocija.
Mientras los ojos se recrean por los cuartos,
pasea por un cementerio
donde antes palpitaba la vida,
encuentra objetos abandonados,
desvencijados muebles,
fotos con los cristales rotos.
Ha entrado el sol a raudales
y alumbra un bello recuerdo.
La vida pasa muy rápido
cuando se mira el trecho cruzado.

Contábamos las horas, los días,
los meses, repetimos rituales
y negábamos el vértigo de su velocidad.
Al mirar aquel sendero remoto,
qué apretado se ve todo lo andado,
qué fugaz fue aquel momento concreto.
Qué ingenuidad la nuestra,
soñar con esa casa siempre intacta.
Nada de lo que se abandona
resiste el deterioro del tiempo.
Pensábamos, acaso, que el frío y el calor
el viento, las lluvias,
el relente de las noches
y los ardores de los veranos,
el polvo, las hojas secas de los otoños
arrastradas hasta su interior,
no iba todo a desconchar las paredes,
acumular lodo y telarañas,
desvencijarse las ventanas
y romperse los cristales
con los granizos y las piedras
tiradas por el loco por simple placer.

Esta casa ya no es habitable.
No podremos pernoctar alguna noche
que vayamos de paso.
Podremos recorrerla con cuidado,
no se desprenda algún cascote
del techo, se nos clave alguna
astilla de la vieja madera
de los quicios.
Tendremos que pisar con tiento
y salir pitando si hicieron nido
alguna travesura de ratas.
Pero, esta casa, es nuestra casa,
aunque no podamos evitar su decadencia.
Siempre quedarán sus estancias,
sus muros levantados,
su estructura firme,
aún sin ver bien en sus salas oscuras,
y perder el calor del hogar apagado.
Impresa y comprimida está su esencia.
Nuestra casa y sus olores van con nosotros,
aunque se cocinan otros guisos
que volarán a un apagado fuego.
Desde la distancia nuestra casa
parece aún más grande, pero diluida
como un espejismo en la bruma del aire.
Cuán pronto envejecen los instantes vestidos
con nuevas telas.

Ah, nuestra añorada casa de un anterior cobijo.
Tú sabes igual que yo que quererte atrapar
es una encarnizada lucha
por dar final feliz a una tragedia.

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