Estas palomas, ajenas a todo este ajetreo mundano, están más cerca del cielo que este bullicioso aire sobre la tierra.
Hay redoble de tambores, dulces clarinetes y trompetas metálicas. Van de la mano y al mismo paso fe y fiesta. Los niños juegan con su habitual aire distraído sin importarle si se escapan los momentos, no se aferran como sus mayores, temerosos de perderlos de vista para siempre como nubes en el horizonte. Por eso, con sus móviles en alto, son los ojos que no olvidarán. Va uniéndose a la muchedumbre más gente, apiñadas en un engrudo indefinido de color pardo, afincadas al filo de las aceras para ver desfilar el cortejo de imágenes sagradas y las penitentes almas. Hay mujeres vestidas de negro de los pies a la cabeza y nazarenos de oro y grana, una cohorte de cofrades y clérigos con sus hábitos blanco y púrpura. Va la comitiva con cirios y farolillos con llamas titilantes, cargan a pulso estandartes, cruces de madera, bastón de mando y suenan las campanillas en los varales del palio. Abajo, ocultos por el paño, cargan el trono los costaleros. Cuerpo con cuerpo aportándose calor frente al viento gélido de la noche. Vivos que adoran la muerte con ansias de vida.
Sobre una teja la inocente paloma está ausente de ese caos, con su pico metido entre las plumas del pecho, indolente, flemática, abullonado su plumaje para darse abrigo en este moribundo atardecer que se aproxima al ocaso. ¿Qué le importa este bullir del fondo si ella solo escucha cómo se arrastran los pies de las sombras y qué soplos apagan las velas del día para entregarse a las profundidades del sueño?
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