Son de nuestros sentidos
los ojos los reyes.
Súbditos los demás
sucumben a su poder.
Ciegos marchamos
por muy abiertos
que llevemos los ojos
si no tocamos, olemos,
oímos o saboreamos
la realidad que nos rodea.
Es cierto que el mundo conocido
se basa en su primacía
y olvidamos aprender
a través de otras sensaciones.
Tocar los objetos,
sentir su dureza
o su blandura,
la suavidad o aspereza,
su calidez o frialdad.
Oler la tierra, el mar, el aire
que nos circunda
y que abraza a los cuerpos,
integran su esencia
más allá de la piel
falseada por perfumes,
muestran sus humores
de bondades o malicias.
¿Cuánta vida hay detrás
de un sabor,
cuánto perdido y no se encuentra
en el bocado que mordemos?
La lengua lame aquel recuerdo,
la boca intenta atrapar
su sutil presencia
y le hace salivar de gusto.
Más olvidado queda el oído,
porque las voces son ecos
que con el tiempo se diluyen
y es difícil extraer aquel timbre,
el tono, la nota precisa.
Ni siquiera su melodía
nos fluye en una completa partitura.
Sin embargo, qué avalancha
de emociones nos transmite
la música, llena de sensualidades,
compendio de todas las emociones.
Sienta el ser por sus aberturas
y con todos sus poros,
no otorguemos exclusiva razón
a los ojos, miran engañados
por un espejo traslúcido,
perturbado por contrastes,
llevados por juegos de colores,
marcados por los límites
de su impotencia.
Ciegos guiados por otros ciegos,
sordos, ignorantes, sin la intuitiva
razón de otras fuentes.
Despreciamos el agua que fluye
por no ser oída correr,
ni cogerla en nuestras manos
para llevarla a la boca
y sacie nuestra sed, refresque
y limpie la garganta
de tanto polvo.
Que ancle sus partículas etéreas
en nuestra pituitaria
y que brote el estallido
de placer.
Dejemos todas las ventanas abiertas,
que entre sin barreras
el paisaje en plenitud
y penetre profundamente
nuestro templo.
Son de nuestros sentidos
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