Qué triste que, para no sufrir,
no deba importarnos la alegría.
Ni mal ni bien nos altere,
dejar fluir los sentidos
y callados los sentimientos.
Entren y salgan sus colores
y sabores, sin perturbar
al espíritu.
Qué triste es decir qué triste,
si el gozo es crear de vacío,
la tristeza bebe del mismo pozo seco.
Mirar es ver con sentido de ser visto.
Si los sentidos tienen algún fin,
será el cuidado del ser,
el protegerlo para la vida.
La emoción la creó la palabra
y esta miente,
nos manipula e inventa.
Hagamos un pensar
inocuo, insulso, anodino,
flor sin aroma, ni color, ni textura,
sin el dolor del duelo
pero tampoco regalo de la felicidad.
Capas superpuestas de sentires
de endurecida corteza
nos arañan y acarician la piel,
nos atormentan o enorgullecen,
creídos y envanecidos dioses
o pobres y desgraciados diablos.
La etiqueta está servida
y, nómada, nos balancea
a su capricho.
Vamos marcados por su sello,
a caballo de un péndulo
que galopa de un extremo a otro,
golpeando el frágil equilibrio
y el suelo de nuestras certezas.
Un perpetúo ir y venir
sin control de nuestra voluntad,
ilusión óptica que nos hace sentir
dueños de nuestros pasos.
Seamos valientes,
¿queremos abrazar la alegría?,
tendremos que sucumbir a la tristeza.
Bebamos del éxito,
tragaremos también
el veneno del fracaso.
Solo el amor todo lo integra,
todo lo soporta,
todo lo supera.
Asumamos el dolor de la vida,
rozaremos instantes de gozo.
Qué triste que, para no sufrir
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