Llegó septiembre, el dulce
y amable septiembre,
lejos del azul de un mar,
bañado por este cielo.
Son sus olas de sereno aire,
su blanca espuma, nubes,
y su rumor, nana que duerme
al recién nacido.
Quedaron relatos grabados
sobre gruesos muros
y enredados en sus balcones
la herrumbre del tiempo.
Campanarios de iglesia,
plazas con ecos apagados
de ayeres,
glorieta de verbenas y bailes,
rostros y ropajes oscuros.
Llegó septiembre con besos
de una claridad infinita,
un horizonte amplio
sobre tejas viejas
cubiertas de ramilletes de flores ocres.
Echa de menos el corazón
más palomas sobre estos tejados.
Apenas una pareja pasea
por el borde, allí donde se unen
los aleros de un templo
con una cruz de piedra
que siempre mira de frente
y culmina la parte más alta
de un rústico frontón.
En estos bellos y escasos atardeceres
de un observador principiante,
vuela el espíritu acariciado
por la calma.
Entran por las ventanas abiertas
retazos de voces,
caminantes errantes
sobre un suelo de adoquines
descompensados,
hundidos por pisadas
de siglos.
Antes del ocaso compiten
campanas para ser oídas,
llaman a misa a sus feligreses
y a curiosos viajeros,
llenos de ojos que se buscan
en un pasado escondido,
el retrato de una historia
que les pertenece.
Llegó septiembre y descubre
los sentidos la vida
a pinceladas de brillantes colores.
Acariciadas por la brisa cordial,
irrumpen inoportunas moscas,
revoltosas, pesadas, intemporales.
Me evocan al poeta
y con ellas me reconcilio.
Un instante, pues al siguiente,
les deseo la muerte.
Llegó septiembre y mi alma
aspira aromas de cálido sosiego,
tiernas alas para soñar
me salen del costado
en este acogedor nido.
Un olvido de mundo
mientras vaga la mirada
por los perfiles del añorado silencio.
Es un deleite esta paz
y anhelo dejar al cuerpo
a su abandono.
Llegó septiembre
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