No puedo olvidar tu mirada,
el brillo intenso antes de apagarse.
Alzabas los ojos al cielo
como un cristo yaciente.
Buscabas algo, guiado por no sé
qué estrella invisible,
quizá, llevado por el fulgor
que desprendía
el lucero de la eternidad,
cuando ya se apagaba,
la débil llama de tu existir.
No hay palabras, entonces,
que ayuden ni alienten,
sólo angustiado silencio,
perplejidad abrumadora.
¡Que nada profane ese instante sublime!
Apretabas mi mano
con cada llamarada de intenso dolor
o gozo,
tanto se confunde éste con aquel,
aunque, tal vez, sólo fueran,
las bruscas frenadas
del agónico motor de la vida.
El adiós a lo terrenal,
al sensible mundo marcado
por sus limitados códigos.
Y sin ataduras, tú yéndote,
abandonando la carne moribunda,
el liviano espíritu,
que aún persistía en mantener
las corrompidas vísceras,
la vencida firmeza
de los miembros desgarrados,
la piel hundida, mimetizada
con los huesos.
Extenuado cuerpo, ya cadáver.
No olvido tu mirada
hacia el infinito,
la fuerza de tu mano
que arrancabas de tan frágil
desecho.
Es la vida que se despide
en la muerte mostrando
sus frágiles armas,
el latigazo al desprenderse
el ánima de la materia.
Y, al fin libre, ligero de nuestras
penurias y regocijos,
volaste a ese tiempo sin cronología,
liviana ave.
Andas por los recodos del aire,
donde la realidad se libera
de su esclavitud.
Ahí te encuentro, padre, tan vivo,
no como el hombre que fuiste,
sino en soplo revelador
de verdadero ser.
Un día tragaré ese cáliz
y mi mirada buscará la verdad,
que tú veías.
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