Avivar el hambre
puesta la mesa,
percibir su delicioso aroma,
salivar la boca por el esperado
gozo
y aún con más hambre
rechazarla.
Cuanto más ayuno
aún más duele ponerle freno,
y dejar en la comisura
el babeo goloso
de unos labios ávidos.
Recrear la mirada
y aguantar las ansias
de un precipitado aguacero.
Templar la mano
que busca celosa
cerrar todos los pestillos
y, escondida, deleitarse
tras los llorosos cristales
del hermoso paisaje
que nos tienta,
y generoso ofrece
lo que la voluntad prohíbe.
Cómo, enlazado el desaforo,
deshacerse bajo su lluvia,
mojarse hasta las trancas,
revolcarse en el húmedo prado,
hacerse uno igual que hierro fundido
en el fuego.
Llegar a la dulce locura
y, sin embargo,
al borde de ese abismo,
pararse en seco.
¡Qué desquiciado tormento!
Pasará la borrasca,
se pondrán barrotes, muros gruesos,
gran fortaleza
sellando su poso de barro.
Cada vez más alto el lodo,
cada vez más alto el sacrificio,
morir de hambre
o morir pecando.
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