Llegó la noche y los ruidos
duermen,
sólo algún sonido se escapa
al silencio.
Alguna voz, un ladrido,
el eco ronco de un motor
que delata al clandestino viajero,
guiado en la oscuridad
por luminosos ojos.
El ulular del ave nocturna
amedrenta al solitario
transeúnte.
La negrura cae
sobre las calles desiertas,
las hileras de casas
son fantasmas bajo
la tenue luz de las farolas.
Alguna ventana está aún
iluminada.
Parecen sus insomnes habitantes
los últimos seres
de un apocalíptico mundo.
Los árboles tragaron
todas las sombras,
figuras de un mudo ejército,
alerta a la llamada de ataque.
En el cielo oscuro
apenas se distinguen las
estrellas,
cegadas por el lejano
resplandor de la ciudad
y a la mirada miope
hasta la más brillante
se niega a entregar
su mágico encanto.
Llegó la noche,
una calma extraña
nos rodea,
no se escucha la dulce nana,
ni el maternal arrullo
sino el presagio de un mal,
augurios de desastres.
La noche trae el rastro
de la muerte,
entre sus tinieblas,
sus horribles pisadas retumban
en este denso vacío.
Rondan los cuerpos que sueñan,
las almas desprendidas
de la vida.
El corazón reclama la mañana,
anhela el candor del alba
que despierta el canto de los pájaros
y llena de una recobrada
seguridad
las horas de un nuevo día.
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