Mi dios no está en ningún templo,
del que aprecio su arquitectura,
su silencio solemne,
la belleza detrás de unos juegos
de luces,
imponentes columnas, muros,
vidrieras,
las grandezas de los pequeños
hombres.
Mi dios es la esencia
que persiste en manifestarse
en un corazón que palpita
al ritmo de un mundo
incomprensible,
que, a veces, tiene que doblegar
la razón ante la duda,
al abismo que descuadra
nuestras certezas
y cuestiona el irremediable
devenir del ser.
No se entiende el existir
sin aceptar el sinsentido
de nuestros inciertos pasos.
Engañados, siguen un espejismo,
sueñan con un control imposible,
la certidumbre inalcanzable,
pisoteada a capricho del azar.
Su torpeza se castiga
con la desgracia atroz,
su descuido aprovecha
para mordernos donde más duele.
De acasos dispone la suerte
y otorga a unos lo que a otros
arrebata.
Caminamos un sendero
sobre el diseño de un mapa equivocado.
En los itinerarios hay fallos graves,
suponemos una dirección
que no lleva al lugar que promete
y las señales nos confunden,
muchas son calles sin salida,
sentidos prohibidos
que obligan a tomar
desvíos, alternativos virajes.
Nadie, aunque lo pretenda,
se esfuerce o incluso intente
sacar ganancia con artimañas o mentiras,
nadie sabrá por dónde
guiarnos.
Nos conduce el vehículo
del tiempo
y ya sabemos hacia dónde.
Es difícil dominar los misterios
que nos rodean
con la frágil herramienta
de nuestro intelecto
apoyado en el bastón de paja
de los sentidos.
Llamamos a un dios
que nos consuele
cuando las fuerzas se derrumban
como murallas de arena.
Ante el vanidoso orgullo
de creernos inmortales
una causa imprevisible y oculta
trae sus trágicas consecuencias.
Ni soberbia ni bondad
podemos atribuirle
a este omnisciente
y omnipotente señor,
vivimos ajenos a su lógica o fin
que a nuestro entender se escapa.
No somos dueños del tiempo
que la existencia por caridad
nos ofrece,
préstamo de días,
a muy alto interés.
Sumamos presentes
que van llenando la alforja del pasado.
Caminamos la senda
hacia un posible futuro,
sumergidos en un océano
de emociones,
gozo y dolor,
angustia y paz
vida y muerte.
Su dictamen nos humilla y nos reta
a ser sumisos lacayos,
soberbios pero vencidos,
ganar o perder es error
en nuestras cuentas.
Para sus cálculos,
el infinito nos acoge.
Ruina o éxito
son cosa más de esta ilusión
que nos nubla,
y nos hace flotar en su engaño
hasta entrar en el sueño profundo
o en el despertar de su revelación.
Quizá sea llave la parca
de otra realidad paralela,
un soñar sustituido.
Mientras, aquella clava,
más o menos profunda,
la daga en nuestra frágil
materia.
Es fiel compañera la soledad,
ante la cruel consciencia
de este vulnerable cuerpo,
ella es refugio y alivio
para lamernos las heridas.
Oración
Dios, si tus ojos no tienen pupila,
ni hay mirada que los ilumine,
si no ofreces la sonrisa de unos labios,
ni el gesto hostil en el rostro,
si escuchas sin oídos
y es amor lo que entregan
tus dulces, invisibles
e infinitos brazos,
¿qué manos son las que acarician
ese hálito cálido que concede
en nuestro pensar,
que es sosiego en el naufragio?
¿Por qué nos hiciste de este modo
conocedores del precipicio
que nos bordea,
este sufrir constante
la fatalidad de nuestro destino?
Dios mío, ¿por qué nos atormentas
con la fe de alcanzar la paz
en este espíritu agitado?
Prometes la eternidad de nuestra alma,
insuflas en nuestros corazones
la esperanza de albergar
el gozo de tu don supremo,
entrar en lo absoluto.
La divinidad de nuestra esencia
sólo se consigue con el mirar inocente
y la pureza de nuestras acciones.
Dios nuestro, acaso sabiendo tú
de nuestra frágil sustancia,
¿cómo nos pides tanto,
si a cada paso la realidad
nos reclama y asfixia,
con su aire envenenado
el claro y procreador silencio?
Luchamos en la intimidad
de nuestro refugio
donde nos sentimos capaces,
y en este arduo andar,
te rogamos
poder aspirar tus aromas,
la fe de tu grandeza,
obtener el paraíso terrenal,
la calma de los deseos infértiles,
seas tú, el cobijo de nuestros temores.
Padre o madre divina,
¿por qué nos hiciste de este barro?
Sabes que carecemos
de la constante fortaleza,
¡que somos débiles mortales!
¿Por qué insistes en convertir
esta breve vida
en este tortuoso peregrinar,
subir la ladera y caer
rodando, hacia abajo?
¿No te compadeces de este
pobre Sísifo
que nunca alcanzará la cima?
¿Por qué no darnos el definitivo
descanso,
sino que, por el contrario,
alientas al ánimo a seguir
en el empeño
frente a los azotes de las olas
entre las gélidas aguas
de este sobrevivir?
Repartes bienaventuranzas
bajo tu velado secreto.
¡Por dios santo,
unos tantos y otros tan poco!
Los vicios hiciste
a la medida de nuestros apetitos
y, ¿encima nos culpas
de querer saciarlos?
Dios, tu benevolencia
es infinita y es tu amor
tan generoso
que es libre nuestro albedrío,
¿es broma o acaso
deba ser nuestra creencia firme
hasta el extremo de ser
para nosotros mismos
verdugos y mártires
de este tormento?
Tal vez sea mi pobre mente
que niega tu misericordia.
Tú, que tienes todas las respuestas,
pusiste en nuestras bocas
las preguntas.
Haz la luz en esta noche,
aviva la leve llama
de mi lámpara.
Tuve sed y humedeciste mis labios,
el alimento de tu pan
no lo cubras de moho.
Haz lúcido al mundo,
que retome el cauce de tu sabiduría.
Dios, escucha este ruego,
¡nunca nos abandones
y danos la paz!
Amén.
Fotografía: Paloma Gallego Márquez
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