Gracias por este espacio
del que hoy me despido.
Paseo mi mirada por cada rincón
de tus paredes moradas.
Discurre la claridad del día,
atraviesa la traslúcida pantalla
del store.
Me recreo en cada trozo,
en cada línea que dibuja la estancia,
sus esquinas torcidas,
la lámpara del techo,
buscando la simetría imperfecta,
sin encontrar el centro.
Gracias por tus voces prestadas,
por tu silencio sonoro,
por ser cobijo frente al horror
de un purgatorio.
Me rodea tu atmósfera pesada
y ardiente,
donde se fundieron lágrimas y música,
sueño y desvelo.
Gracias por la penetrante luz
que invadía mi territorio,
reverberada en los muros,
atravesaba todas las fronteras
y destilaba oro
sobre mi campo de trigo.
Y esas crecientes y menguantes sombras
que iban ciñendo noches
y deshojando amaneceres.
Nunca fue la oscuridad impenetrable,
dejó al amparo de los miedos resquicios luminosos,
aunque el peligro siempre estuvo al acecho,
rondaba las horas agónicas
frente a la urgencia del deseo
de eliminar todo dolor.
Gracias por la frescura
de un esperanzado invierno
y la calma rígida de la tarde
disuelta en amalgama de intensos colores
sobre el horizonte del ocaso.
Gracias por acoger mi cansancio,
por sostener mis castillos
de hilos, palabras y piedras.
Hoy, que en mi despertar
aún puedo mirarte con la lentitud
de los miembros
acostumbrados a la ternura de tu lecho,
poso mis ojos por cada parte
de tu grácil figura,
de tus contornos sublimes.
Sé que el tiempo la volverá extraña,
desdibujará su rostro
y, a pesar del cruel olvido,
intento anudar en estas horas
cada lunar de su cuerpo,
hacer mío el aliento de su boca
envolver mis dedos con las hebras
de su alma.
El reloj cuenta y descuenta segundos,
veinte, diez,
extiendo mis brazos con un bostezo
y me pongo un vestido que ya se deshace
como humo en el cielo,
cinco, tres, uno, NADA.
Gracias por este espacio
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