Estuvo el alba adornada de música,
flotaban en el aire las notas,
dulces de clarinetes,
el sordo soplo de trombones
y las llamadas de trompetas
en marcha ceremonial.
Ponían peculiar banda sonora
a mis sueños.
Entre las calles,
un murmullo denso, una orgía de voces.
En el alambique de sus gargantas
se estrangulaban los bastos elementos
que pervertían la alquimia
del verbo puro.
Confusas palabras
como cuerpos enredados,
sin distinción de brazos y piernas,
lenguas en ávidas bocas
perdían la armonía de su compás
y se convertían en el rumor
de las aguas violentas de un río,
el agitado oleaje de un mar de fondo.
La mancha grotesca de cabezas sin rostros,
de un orbe aún sin forma ni signos,
solo los gruñidos de una primitiva
animalidad.
Disuelto cualquier sentido,
se mostraba la entropía de lo cotidiano.
En el fragor de la multitud
brotaban las florecillas frescas
de las voces inocentes de los críos,
acompañadas con el golpeteo
sobre la tensa piel de plástico
de sus tambores de juguetes.
De vez en cuando lanzaban
inofensivos petardos
dejando sonar su crujido puntiagudo
al chocar contra el suelo de adoquines.
Estaban en ellos los inicios del habla humana,
claros y simples sus sonidos atimbrados,
los sones vibrantes de sus tiernas campanillas.
Marcharon los roncos ecos
llevados por los pasos de la brisa,
mientras la mañana,
llena de una intensa luz,
inundaba las solitarias calles
con el ligero roce cálido y amable
de la caricia primaveral.
En un cielo claro sin nubes
la navaja de acero de un avión
hacía un limpio tajo en tan jugosa fruta.
El silencio se entregaba
en virginal comunión a los instantes.
Un gato se posaba sobre la cornisa
de una ventana abierta,
era su ropaje de color tierra anaranjada
con estampados blancos
como flor de algodón.
Observaba la calle, interrogaba
la vida con su felina mirada,
igual que yo con el iris oscuro
de mis ojos.
Nos asomábamos a la calma,
almas hechas una en este universo,
sin distancia, sin diferencias,
vida con vida en este trazo de infinito.
Estuvo el alba adornada de música
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