Las muertes de Goethe


Mientras duermo, nada pasa,

pasa el tiempo y el mundo

sobre mí

sin enterarme.

Dicen que es muerte dormir,

pues dormir quiero.

 
(I)

Ha llegado la noche,
se encienden las farolas.
Brillan hoy más las luces,
los semáforos y los faros
de los coches,
los letreros luminosos.
Ha caído una fina lluvia
que aviva los colores,
hasta el negro asfalto
parece un río con sus peces.
Las terrazas están desiertas,
las sillas de plateado metal
humedecidas por el agua.
Recorre el aire
una delicada melancolía,
por momentos callan las voces,
los cláxones enmudecen,
la noche se entrega
al hermoso espectáculo.
Solitarios caminan
a destinos invisibles,
mi ventana está abierta
entra el mundo limpio,
sosegado, a la espera
de su estreno.
Mi estancia está a oscuras,
se inunda su mar sombrío
de reflejos multicolores.
Hay un silencio que grita
en su muerte,
¡vida, más vida!

(II)

El tiempo se comprime
en su esfera,
atrapa con sus agujas
las alas del alma,
nos cierra los ojos a su locura,
deja en los labios la protesta,
seca la boca en su angustia,
hace un nudo entre los dedos.
Abandonados, deja el destino
en nuestras torpes manos
que, indefensas a su martirio,
se aferran a un hilo corto.
Fue lucha perdida ir
contra el reloj y sus segundos.
Hasta en el silencio
sigue su mandato.
Jalea nuestra calma
con su perpetua orden,
tic, tac, tic, tac, tic, tac...
En la agónica entrega,
sabiendo el final del combate,
la mirada desesperada busca,
clama, tiempo, más tiempo.


(III)

Vaga en este vacío aparente
el caldo de nuestro aliento,
lleva el viento el rumbo
por inesperados territorios,
veleta que a su capricho marcó
la dirección.
Las voces, los suspiros,
los sollozos,
las risas y susurros
son abatidos por sus lanzas,
desgarrados los sentidos
y sus razones.
Las palabras se ignoran
y el mundo asiste perplejo
a la repetición de un mismo
discurso.
No bastaron las letras
para mostrar ante nuestros ojos
la realidad sin trampas.
Todos ciegos y mudos
balbuceamos las mismas consignas.
Tanto esfuerzo respirar
el gas que nos contiene,
que llega a los pulmones
trepa a la garganta
y brota el caño de la boca,
salada agua que nos deja
sedientos.
Tuvo que llegar la muerte
a nuestra casa derruida
y, sin tiempo ya,
gritar sin voz,
aire, más aire.

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